Los
antiguos tenían más respeto que nosotros por las palabras. Y confiaban más en
ellas. Hoy las tratamos a la ligera. Y dudamos de su poder performativo, de su
capacidad de hacer cosas, de transformar la realidad. Cuando veo a los Estados
Unidos encabezar la lista de los países afectados por el Coronavirus, me viene
a la mente el grito triunfalista, convertido ahora en irónico lamento: “America
first”.
Ya no se habla del Brexit, me comentaba
alguien. Y es que, contra toda expectativa, ahora todos somos Brexit: todos
estamos encerrados y volcados sobre nosotros mismos, en un intento desesperado
por defendernos. Nos domina, bajo una forma nueva, inédita, el mismo
sentimiento ancestral que desde hace unos lustros nos acogota: el miedo.
Aunque
en forma insospechada, somos presa de lo que Bauman denominó “los terrores de lo
global”. La nuestra es “la experiencia aterradora de unas poblaciones heterónomas y vulnerables,
abrumadas por fuerzas que no pueden controlar ni comprender plenamente, horrorizadas
ante su propia indefensión y obsesionadas con la seguridad de sus fronteras y
de la población que reside en el interior de éstas, puesto que es precisamente
esa seguridad fronteriza e intrafronteriza la que escapa a su control y
parece estar destinada a quedar fuera de su alcance para siempre. En un planeta
globalizado, habitado por sociedades «abiertas» a la fuerza, es imposible
obtener (y, aún menos, garantizar con cierta fiabilidad) seguridad en un solo
país o grupo selecto de países: no, al menos, por sus propios medios ni de
manera independiente de la situación del resto del mundo”. (Zygmunt Bauman, Miedo
líquido, p. 126).
Nadie sabe cuándo retomaremos nuestra
vida habitual, ni cómo será esta. Por lo pronto, algo resulta evidente y digno
de nuestra reflexión: pasábamos muy poco tiempo en lo nuestro, en casa.