Diciembre
de 1978. Como todas las mañanas, entro en la vieja sala de baño para tomar una
ducha. A través del vidrio martillado de la ventana percibo unas sombras
sutiles y un murmullo desconocido: un ruidito leve y dulce que me apacigua.
Abro la ventana y me quedo extasiada, viendo y oyendo, por primera vez en mi
vida, nevar.
Diciembre
de 1818. Las botas del joven párroco crujen sobre la nieve, mientras se
encamina a visitar al maestro de escuela, llevando plegado en el bolsillo un
trozo de papel, en el que dos años atrás escribió la letra para una
cancioncilla navideña. El maestro, que es a la vez el organista de la iglesia,
compone la música para aquella canción que se estrenará en la Misa de gallo.
En
los dos siglos transcurridos desde entonces, aquel villancico, lejos de caer en
el olvido, ha dado la vuelta al mundo, revestido con las palabras de más de 140
lenguas. En español se lo conoce como “Noche de paz”. Ya desde el título, la
versión castellana se aparta casi por completo del original.
Stille
Nacht, heilige Nacht: noche callada,
noche santa. De manera insistente y con palabras diversas, el villancico
austríaco habla de silencio, de quietud. La noche y la nieve, una oscura, clara
la otra, son mantos que nos protegen y nos envuelven en su silencio. Ellas nos
lavan, nos acogen, nos purifican. Nos preparan para el encuentro con lo sagrado.
“Noche
callada, noche santa”. La canción bicentenaria, la auténtica, evoca las bellas
palabras milenarias del Salmo 19 (18):
“El cielo
proclama la gloria de Dios,
el firmamento
pregona la obra de sus manos:
el día al día le
pasa el mensaje,
la noche a la
noche se lo susurra.
Sin que hablen,
sin que pronuncien,
sin que resuene
su voz,
a toda la tierra
alcanza su pregón,
y hasta los
límites del orbe su lenguaje”.
¡FELIZ NAVIDAD!