Tuesday, April 16, 2019

Los lugares del alma


Hay una geografía del alma, la única que cuenta, la más real: aquella de nuestros lugares, los que en cierto modo nos pertenecen, los que han sido algo más que escenarios pasivos de nuestra vida, y son una parte inseparable de ella. No importa la cantidad de tiempo que hayamos pasado en ellos: sean lustros o breves instantes, esos lugares únicos se han metido en nuestra vidas, echando raíces que bien pronto resultaron indiscernibles de las nuestras.
Siempre he huido de las transmisiones televisivas que se concentran, en vivo y en directo, en llevar a nuestros hogares una tragedia casi siempre lejana. Me bastaba con conocer los hechos. Con todo, no se me ocultaba el valor que, para conocidos y amigos de los protagonistas, podían tener esas transmisiones que se prolongaban sin interrupción a lo largo del día y la noche… Cuando se ama, se desea conocer todos los pormenores.
Ayer rompí con avidez mi regla de conducta, y me senté horas y horas ante la pantalla del televisor, sin poder apartar los ojos de la catedral ardiente: mi catedral, mi querida y admirada Catedral de Notre Dame de Paris. Siempre lejana espacial y canónicamente, la Catedral de Notre Dame ha sido no obstante mi catedral, desde la primera vez que puse el pie en ella, siendo aún una adolescente. Quien ha estado en París y no ha entrado a Notre Dame, no ha estado en París.
Nunca he tenido ocasión de asistir a las grandes celebraciones que tienen lugar en ella, pero la he vivido en su cotidianidad grandiosa y arrebatadora. Es mi catedral del alma, la que ha entrado a formar parte de mi vida y de mi historia. Y yo quiero pensar que, desde ayer, también yo he entrado en su historia, pues mis horas ante la televisión no fueron ociosas. Consternada, pasé esas horas eternas rezando y rezando, uniéndome a las oraciones y los himnos que tantos parisinos –algunos de rodillas– desgranaban en la calle, ante la visión estremecedora de su catedral en llamas.
En la primera imagen que el mundo entero vio, del interior de la catedral salvada, destacaban el altar y la gran cruz del presbiterio. A la derecha de la foto, casi en el margen, confundida entre los pilares, descubrí con alivio y ternura a la dueña y reina de la casa, más silenciosa y oculta que de costumbre: la bella imagen de Nuestra Señora de París: “Nous te saluons, o toi, Notre Dame!”