Hay una geografía del alma, la única que
cuenta, la más real: aquella de nuestros
lugares, los que en cierto modo nos pertenecen, los que han sido algo más que
escenarios pasivos de nuestra vida, y son una parte inseparable de ella. No
importa la cantidad de tiempo que hayamos pasado en ellos: sean lustros o
breves instantes, esos lugares únicos se han metido en nuestra vidas, echando
raíces que bien pronto resultaron indiscernibles de las nuestras.
Siempre he huido de las transmisiones
televisivas que se concentran, en vivo y en directo, en llevar a nuestros
hogares una tragedia casi siempre lejana. Me bastaba con conocer los hechos. Con
todo, no se me ocultaba el valor que, para conocidos y amigos de los
protagonistas, podían tener esas transmisiones que se prolongaban sin
interrupción a lo largo del día y la noche… Cuando se ama, se desea conocer
todos los pormenores.
Ayer rompí con avidez mi regla de
conducta, y me senté horas y horas ante la pantalla del televisor, sin poder
apartar los ojos de la catedral ardiente: mi catedral, mi querida y admirada Catedral
de Notre Dame de Paris. Siempre
lejana espacial y canónicamente, la Catedral de Notre Dame ha sido no obstante mi
catedral, desde la primera vez que puse el pie en ella, siendo aún una
adolescente. Quien ha estado en París y no ha entrado a Notre Dame, no ha
estado en París.
Nunca he tenido ocasión de asistir a las
grandes celebraciones que tienen lugar en ella, pero la he vivido en su
cotidianidad grandiosa y arrebatadora. Es mi catedral del alma, la que ha
entrado a formar parte de mi vida y de mi historia. Y yo quiero pensar que,
desde ayer, también yo he entrado en su historia, pues mis horas ante la
televisión no fueron ociosas. Consternada, pasé esas horas eternas rezando y
rezando, uniéndome a las oraciones y los himnos que tantos parisinos –algunos
de rodillas– desgranaban en la calle, ante la visión estremecedora de su
catedral en llamas.
En la primera imagen que el mundo entero
vio, del interior de la catedral salvada, destacaban el altar y la gran cruz
del presbiterio. A la derecha de la foto, casi en el margen, confundida entre
los pilares, descubrí con alivio y ternura a la dueña y reina de la casa, más
silenciosa y oculta que de costumbre: la bella imagen de Nuestra Señora de
París: “Nous te saluons, o toi, Notre
Dame!”
Me ha conmovido muchísimo tu relato en el que se muestra tu gran sensibilidad y la fuerza de tu fe. Gracias por esta joya. La comparto...
ReplyDeleteAnte tu texto: "Nunca he tenido ocasión de asistir a las grandes celebraciones que tienen lugar en ella, pero la he vivido en su cotidianidad grandiosa y arrebatadora", yo sí he tenido la oportunidad de estar en misa con el cardenal de París y sus obispos auxiliares, un séquito episcopal cercano a su feligresía, a los turistas cristianos y a los ojos avizores de los japoneses y sus cámaras infalibles.
ReplyDeleteGracias Amalia por tu reflexión.
Acabo de saber que ayer a las 6.50 pm, dos días completos tras el inicio del incendio, las catedrales de toda Francia y las parroquias de París echaron a volar las campanas
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ReplyDeleteHermosa entrada, Amalia, entrañable.
ReplyDeleteEs muy profunda y estructural esa geografía del alma a la que te refieres: los lugares que nos han configurado y que dicen, por tanto, nuestras más hondas verdades. Creo que tantos hemos llorado el incendio en Notre Dame porque nos habita la sensación de haber perdido un soporte; y asimismo nos hemos conmovido ante la multitud piadosa rezando afuera, ante la imagen de las manos que salvan amorosamente la imagen cenicienta de la Virgen y ante la cruz en pie, en medio del desastre. Sin duda, la tragedia nos devuelve la certeza de que lo esencial perdura... y esta sensación también sobrecoge.
Gracias a todos por los maravillosos comentarios y la profunda empatía
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